Imagine que usted quiere viajar para Bogotá y siempre aborda un avión cuya ruta y destino es Barranquilla; cuando arranca el vuelo se da cuenta que todo parece indicar que no va para donde le prometieron que iba, es decir para Bogotá; en ese momento reniega y promete que jamás volverá a viajar con ese piloto por lo que empieza a desear que lo cambien al sentirse engañado; y como esto lo repite vez tras vez y cambiando de piloto en cada viaje en medio de su frustración nunca se le da por pensar en cambiar de avión o cambiar de ruta. Ahora lleve este ejercicio a las elecciones.
Nos jactamos de ser la democracia más antigua de América puesto que como cada cuatro años vamos a elecciones para elegir a nuestros gobernantes y legisladores, creemos ingenuamente que el problema es que siempre fallamos eligiendo a las personas equivocadas, es decir, nos montamos en el mismo avión, con la misma ruta cada cuatro años, pero con diferente piloto.
La forma como han perfeccionado las campañas políticas y la manera cómo influyen en las emociones de la población han llevado a que cada vez exijamos menos las propuestas y nos trencemos en descalificaciones personales y terminamos acudiendo a las bondades personales de los candidatos poniendo toda esperanza de cambio en ellas; pero la realidad siempre nos aterriza, aunque demasiado tarde.
Hemos tenido como candidatos y después mandatarios o legisladores de todos los carismas y todos los perfiles: Sacerdotes, pastores, indígenas, afros, mujeres, representantes de la comunidad LGBTI, intelectuales, escritores, actores, cantantes bachilleres y hace muchos años hasta un lustrabotas, en todos los casos buscando lo mismo, “que hicieran las cosas de manera diferente”; pero ¿Por qué a pesar que sabemos que en cada elección los políticos se van a salir con la suya, seguimos votándolos?
Lo primero es irnos mucho más arriba de lo que una democracia real debe ser u ofrece, pues es lo que finalmente nos da la pauta de que es lo que ofertan las fuerzas que se enfrentan por acceder al gobierno; un ejemplo de ello es que en las social democracias, que debería ser modelo óptimo a emular, es la sociedad representada en sus elegidos quienes plantean sus soluciones y no al revés, y por ello cuando se terminan las elecciones todos los participantes, si así lo desean ganadores y perdedores, pueden integrar el nuevo gobierno que para todos los casos debe ser consensuado.
El nivel de la discusión se banaliza a tal punto que se termina casi que eligiendo reinas de belleza puesto que las mediciones en encuestas se centran en si la población tiene una buena o mala favorabilidad sobre el candidato en cuestión, pero por ningún lado mencionan aspectos claves como a quien representa el candidato, quien lo financia o con quién gobernará cuando sea elegido.
Siguiendo con el ejemplo del avión, no tiene mucho sentido discutir sobre el color del fuselaje, el color de las sillas, la forma como está parqueado o sencillamente si el piloto tiene los ojos verdes o si sabe hacer TikTok a la hora de evaluar si me va a llevar al destino por el cual pagué; pareciera que es lo mismo que hacemos con los candidatos cada cuatro años.